Gregorio Samsa
despertó como un bicho enorme y feo; yo desperté una mañana cualquiera como un
hermoso chancho. Pero es así, no todos tienen mi suerte. En realidad, no quiero
crear confusiones, venía despertando en esa forma desde siempre, pero vale la
pena la imagen de que fue una mañana la que desperté así, kafkianamente, en dos
sentidos. Por un lado, porque me sentí un poco como un bicho raro y, por el otro,
porque ese día se me cayeron -como al amigo Gregorio-, todas las estructuras
del mundo, o por lo menos las estructuras que caben en la mente de un chancho
parrandero.
La vida porcina
es muy sencilla, algunos podrían pensar, pero tengo que desmentir esta errónea
idea sobre mi especie. Lejos de vivir en la comodidad de un cálido chiquero,
comiendo y defecando todo el día, tengo que contarle a mis amigos que, por más
que les reconfortara la idea de que existiera esa paz en algún sujeto -si bien
porcino-, no existe tal posibilidad en los tiempos contemporáneos. Yo también
tuve que estudiar, tuve que trabajar para mantener a mi familia, me levantaba
temprano para tomar el micro, después otro micro, después un subte y voilá, el trabajo. Pero todo eso no
importa, una mañana el jugo de naranja estaba raro.
A veces esas
cosas se dan. No puedo decir que me pasó más de una docena de veces, ni
siquiera puedo decir que me pasó más de una sola vez, pero suena bastante
normal que un día tu mujer tenga el irresistible antojo de echar en el
exprimido del desayuno una tableta entera de pastillas antidepresivas molidas...
quizá con el simple instinto infantil de la experimentación sobre las reacciones
biológicas en el cuerpo chancho (me gustaría imaginar). Pero esta vez la
curiosidad no mató al gato, sino que casi mata al puerco y, es más, hizo que el
puerco vomitara treinta y siete minutos seguidos mientras la muy bruja
intentaba revisarle la garganta con un cuchillo de carnicero. Por suerte, con
la poca fuerza que me quedaba, la saqué a las patadas y cerré la puerta del
baño. Odio cuando la gente intenta matarme, sobre todo cuando es mi esposa,
porque uno está tan acostumbrado a su presencia que termina olvidándose que
siempre está al acecho. También están los riesgos de dormir en la misma cama...
por eso nunca me olvido de guardar la navaja debajo de la almohada.
Fuera del
detalle del intento de asesinato, lo interesante y radical que pasó ese día fue
que, cuando estaba levantándome de la recomendada posición “abraza-el-inodoro-para-vomitar”,
tuve el desafortunado inconveniente de pisar un charco de pulpa de naranja y
narcóticos que había sido convenientemente rechazado por mi sistema digestivo,
pero que lamentablemente me hizo caer y romperme una pierna: más
específicamente, la derecha. En ese punto, supe que no podría ir a trabajar. ¿Cómo
explicarle a mi jefe que me había quebrado sólo una pierna? Probablemente me quebraría
la otra a mazazos sólo para mantener la simetría.
-Jefe, no voy a
ir a trabajar, jefe.
-¿Cuál es el
inconveniente cuál es?
-Lamentablemente
se me cayó un plato de cereales y tengo que ponerlos en fila y ordenarlos por
apellido y tamaño, lamentablemente.
-Haberlo dicho
antes haberlo dicho. Son cosas que pasan son cosas.
El engaño estaba
casi realizado cuando mi mujer, que ahora manipulaba una motosierra con la que
intentaba atravesar la puerta, pegó un agudísimo grito irlandés de batalla.
-¡Puerco! -dijo
el jefe- ¿no será esa su mujer tratando de asesinarlo no será?
-Pues no,
jefecito, pues no.
-¿No será acaso
ese olor que siento una pierna rota, quizá la derecha, no será?"
-No, jefecito,
no lo es, no -dije sacando un abanico japonés para deshacer los hilos de olor
que salían de mi hueso roto y se metían por los agujeritos del teléfono.
-Esto es
intolerable… -empezó a decir el jefe, pero la comunicación se cortó cuando mi
mujer, completamente enloquecida por el olor disipado que le había despertado
sus instintos como tiburón en un centro de donación de sangre, pudo atravesar
la puerta y cortó el teléfono a la mitad con su sierra, ¡la mismísima sierra
eléctrica que yo le había regalado para navidad! En una maniobra de pequeños
saltitos en una pata, alejándome de la histérica con un cepillo de dientes al
que le tenía particular miedo, pude huir del departamento aunque, por supuesto,
tuve que hacerlo a través de una ventana, cayendo tres pisos sobre el enorme
plato de espagueti de una cantante de ópera que se proponía clavar el tenedor.
Notó mi presencia, sobre todo por la salsa de tomate que le salpicó la cara,
pero pareció no disgustarle la idea de un poco de carne de puerco (todavía sin
afeitar) en su pasta italiana. Entonces, para no desaprovechar el esfuerzo
muscular que había realizado al levantar el tridente, decidió completarlo de
todos modos, clavando con esfuerzo el cubierto en una de mis nalgas (la más
bonita de las dos, por cierto). A nadie le gusta comer comida ofendida, y fue
tanto lo que me ofendí por esa incisión en mi hermoso glúteo que la mujer se
vio avergonzada y se fue, aprovechando para no pagar la cuenta que el mozo
todavía le mostraba a los gritos de "Signora!
Signora!" cuando la muy ratona ya estaba a más de un kilómetro.
Para todo esto, mi
atrofia física era tal que sólo difícil y lentamente había podido erguirme y
escabullirme yo también del local (no fuera a ser que se les ocurriera hacerme
pagar a mí), encontrándome sin destino en la calle. No podía volver a casa,
donde probablemente la loca estuviera afilando hasta el último hisopo del
botiquín con tal de hacerme puré de chancho; y tampoco podía ir al trabajo, ya
que la caída me había hecho perder mi adquirida habilidad de hablar en capicúa
para que mi jefe no se molestara. En fin, pareció un buen momento para rehacer
mi vida.
Anduve vagueando
entre los edificios unas horas, hasta que me di cuenta de algo terrorífico:
faltaban cinco minutos para la una de la tarde, hora universal del almuerzo
(probablemente el segundo o tercero ya del día para la cantante de ópera gorda
que había conocido esa mañana). Sin ningún tipo de dinero (ni siquiera yenes) y
con una pata rota que chorreaba sangre, no tenía la posibilidad de entrar a
ningún restaurant. No sabía qué podía llegar a pasar cuando la hora llegara,
cuando el hambre me atacara. De repente, paralizado por el miedo, escuché las
campanas de la torre que marcan la temida hora trece. La gente desesperó y empezó
a amontonarse en los restaurantes: los edificios de oficinas se vaciaron y los
empleados salieron en manada, como pequeñas cucarachas, para entrar al galope
del mismo modo en los comederos. Los gritos llenaron el aire, las pisadas hicieron
retumbar la tierra, hasta que sonó la última campanada y nada. La ciudad parecía el mismísimo desierto, todo se veía vacío y
seco, sólo escuchándose el murmullo proveniente de alguno de los lugares donde
la gente se había amontonado. Allí estaba yo; las nubes se corren para dejar al
descubierto un sol asesino que pegó de lleno en mi piel, en mi hermoso y
voluptuoso vientre, que comenzaba a lanzar gemiditos por el ombligo, como ya
sabiendo lo que le esperaba.