Aventuras Chanchas2



Estaba colgado cabeza abajo en el calabozo. Los ninjas me cacheteaban cada veintisiete segundos con una papafrita mojada y con olor a pescado: odio cuando mezclan el aceite. Querían saber dónde estaba escondiendo el apendicitis; les dije que lo olvidaran, que nunca iba a ceder, pero lamentablemente usaron la pluma de pez volador para hacerme cosquillas atrás de la orejita y les develé con carcajadas mímicas la locación del frasquito infectado.
El apéndice enfermo bailaba rumba cuando los ninjas levantaron el recipiente del piso, y lo observaron al ritmo de la melodía. Al fin, en sus manos, la muestra mortal de apendicitis contagiosa, una enfermedad que puede dejarte bailando como centroamericano tres soles seguidos. Y conseguí engendrarlo en ellos sólo por decir que jamás se los daría. Ahora todo un enjambre de asesinos orientales insensibles va a menearse al ritmo de mis problemas apendicíticos. Ay, ¡cómo me gusta la psicología inversa!