Siempre hay una aguja para un descosido



Cuatro paredes blancas. No era mucho, pero era lo que podían pagar con lo que ganaban un carpintero y una costurera. Parece una combinación de otro siglo. Ahora los jóvenes se dedican a la administración, las humanísticas, la informática, pero ellos no. A ella le enseñó a coser su abuela Lucy, con una Singer de esas a pedal. Pero no un pedal con cable y electricidad como los de ahora. Estoy hablando del pedal que te hacía sacar más músculo en las pantorrillas que una jugadora de hockey.
Él tenía un taller con su viejo en la esquina. Las máquinas, las latas de barniz, todo llenaba el ambiente de ese aroma tan especial. Y, de repente, se encontraron con cuatro paredes vacías. “Casa”, le tenían que empezar a decir a ese lugar, ese lugar tan blanco, tan distinto a todos los ambientes y espacios que habían estado llenando con su trabajo desde tan chiquitos. No tenían ni un mueble, ni una cortina, ni repasadores, ni sillas ni escritorios. Y, así como llegaron, se pusieron a medir, a calcular, a cortar, a pegar, cada uno en su materia. Él hizo las sillas, ella las tapizó. Ella hizo las cortinas, él hizo la barra para colgarlas, y la amuró en la pared. Los sillones nuevos de madera blanca de pino se cubrieron con almohadones del mismo color.
-Acá haría falta un revistero.
-Yo lo hago, con las maderitas que me sobraron. ¿Apoya-vasos?
-Dejámelo a mí".
Lo que no se hacía con madera, se resolvía con tela. O los materiales se complementaban unos con otros, generando un espacio tan blanco y medido, que hacía que la luz rebotara en cada aprovechado rincón, haciendo que pareciera de día las veinticuatro horas. Manteles blancos en la mesa blanca. Sábanas blancas en la cama blanca. Todo encajaba perfecto. Nada de medidas comerciales, patrones ni estándares. El centímetro y la cinta métrica eran la regla. A veces, entraban en desacuerdos, como el día en el que decidieron hacer un ajedrez. Terminaron concordando que ella haría el tablero y él las piezas; o hermosos encuentros como cuando él le armó una cajita de pino para sus carretes, agujas y alfileres, y ella le cosió un cinturón para colgar las herramientas.


El día que se les complicó fue cuando quisieron hacer un calefón en vez de comprarse uno. Trágico final.