Ultra secreto




Diez treinta de la mañana, suena el despertador. Las cotorras en la palmera de enfrente se ven más sospechosas que de costumbre. "¡Chajá!", les grito desde la ventana. El vecino de enfrente me tira un zapato, por fin completo el par. Tomo mi café, la leche está pasada, igual que ayer. Me pongo mi sobretodo, sombrero, bigote postizo, paraguas, cubretetera y minifalda y salgo como todas las mañanas, bajo el frío viento de Junio.
Por la calle, la gente me mira de reojo.
Un niño a lo lejos lleva sus libros sobre la cabeza, me detengo a aplaudirlo. Corre. En el micro, una señora mayor, setenta kilos, un metro y medio, mira sin disimulo mi paraguas rosado, o quizá las sandalias con medias.
En el café estamos los mismos de siempre, pido un camel de diez y un té con whiskey. Estoy leyendo los obituarios, como de costumbre, cuando noto que en la otra punta de la habitación una chica de entre veinte y treinta años, cincuenta kilos, extremadamente sensual, me mira directamente a los ojos y se empieza a tocar diciendo “Ohhh, ¡sí!”.
Me acerco, sin quitarle los ojos de encima y, sin preámbulos, le confieso “Lo siento, pero estoy casada con mi trabajo, nena”, mientras escupo en el piso. Vuelvo a mi silla. No se puede confiar en nadie, quizá sea una espía. El agente secreto no tiene tiempo para romances.
Salgo a la calle, tres hombres intercambian drogas en un local sin cartel, o quizá información secreta sobre armas nucleares.
Mi psiquiatra dice que mis alucinaciones paranoicas están tomando control de mi mente. Asiento sin escucharlo y salgo del lugar, donde sospecho que hay cámaras esperando que revele información confidencial sobre mi refugio.
Uno de mis superiores, a quienes nunca conozco en persona, dejó un mensaje cifrado en un papel arrugado cerca de una alcantarilla. No logro comprenderlo. Me encamino a la dirección señalada en el papel, sólo para presenciar un claro complot entre agentes enemigos encubiertos. No deben verme, me oculto. Mi ataque sorpresa funciona a la perfección, los confundo, ladran, y huyo rápidamente del lugar antes de que lleguen los polizontes.
Catorce treinta, estoy en la plaza central, observando a los pasantes mientras ingiero mi almuerzo. Empiezo a sospechar que alguien ha querido envenenarme e inmediatamente me realizo un autolavado de estómago entre el tobogán y la calesita.
Dedico la próxima hora a intentar acceder a la base de datos enemiga. Debo eliminar todo archivo que tengan sobre mi persona. El plan no funciona, su seguridad es demasiado rigurosa.
Vuelvo a casa. Noto que alguien me sigue. "¡Currucucú!". Me desvío, pierdo a mi persecutor con maniobras que aprendí en la academia, sólo para encontrarme acorralada por tres de ellos, a quienes ataco con mi paraguas. Los agresores, confundidos, se alejan aleteando, mientras vuelvo a mi guarida.
Por la noche pienso en la vida solitaria de los agentes secretos, mientras alimento a mi gata y veo las noticias.


El mundo es un lugar difícil, y necesita superhéroes encubiertos.

De la gruta



 Las casas de Amanda y Dafne quedaban a una distancia de aproximadamente veinte metros, la una de la otra. Eran las únicas dos casa de la playa y las habían conseguido a buen precio porque no mucha gente estaba dispuesta a lidiar con el clima y las mareas del helado mar del sur. Todas las mañanas desayunaban juntas, y todas las tardes, exactamente media hora antes del atardecer se reunían en la orilla. No eran de muchas palabras. Coordinaban los relojes y cada una salía por su lado.
   Amanda tenía dos grandes miedos, morir aplastada contra una roca, por un lado, y la oscuridad impenetrable de las grutas, por el otro. A Dafne le causaba un pánico profundo el mar de noche, cuando después de la llegada de la noche transformaba su coloridas y graciosas olas en una gigante masa negra sin ley. Aún considerando esto, quizá en un acto de masoquismo, o buscando una dosis diaria de adrenalina, ambas salían, media hora antes del atardecer, a ponerse cara a cara con sus miedos.
   Los primeros minutos eran los más fáciles. Amanda caminaba por la costa hacia el Este, y a medida que avanzaba trotando tranquilamente las piedras se transformaban en acantilado, y unas ligeras líneas que parecían hechas por mano humana rítmicamente se transformaban en las cuevas, cada vez más profundas y oscuras. Dafne, por su lado, metía los pies en el agua y caminaba hasta que esta le llegaba a la cintura. Desde ese punto, nadaba en línea recta sin descansar, viendo por momentos con el rabillo del ojo a su amiga en la distancia, allá lejos a su izquierda.
   Pasados quince minutos, cuando se encontraban a una distancia considerable del punto de partida, las alarmas de los relojes de ambas sonaban, marcando el inicio de la carrera personal de cada una contra el atardecer. El sol a esa hora, ya besando el horizonte, amenazaba con dejarlas en la oscuridad en cualquier momento. Era el momento de emprender la vuelta. La marea comenzaba a subir, dejando a Amanda en un pasillo cada vez más estrecho, mojando de vez en cuando sus zapatillas a medida que trotaba cada vez más rápido, con la mirada fija en la playa a varios cientos de metros. Dafne ya había pegado la vuelta, y respiraba agitadamente entre las olas heladas cuando sacaba la cabeza para respirar.
    Así sucedía todas las tardes.
   Se encontraban en la orilla, agitadas, agotadas, mientras el Sol opulento terminaba de desaparecer como avergonzado de su derrota.

   Un día Amanda no llegó. Algo hizo que se retrasara. Cuando estaba ya volviendo sobre sus huellas, aumentando la velocidad con el atardecer en los ojos, algo la hizo detenerse y llamar su atención dentro de una gruta a su derecha. Ella nunca entraba, por supuesto... Había algo macabro en esa oscuridad. Algunas gotas cayendo, percudiendo una marcha fúnebre sobre la piedra. Sin embargo, algo se oía, o parecía verse. Una respiración arrítmica, un destello de piel blanca, un olor putrefacto.
   Las zapatillas de correr, junto con Amanda en su totalidad, llegaron a la playa unos cinco minutos después del atardecer, empapadas. La muchacha no quiso dar explicaciones. Enfiló directamente a su casa, sola, y diez minutos después apagó todas las luces. Dafne pudo suponer, acertadamente, que algo fuera de lo común había sucedido.

   En la cama, con los ojos cerrados, Amanda pudo volver a sentir el olor putrefacto que había sentido en la gruta. No oía las pisadas, o algo inusual entre los ruidos que se colaban por la ventana abierta, pero sabía que la criatura se acercaba. Pudo sentir cuando estuvo dentro de la habitación, y sin embargo no podía abrir los ojos. Se encontraba petrificada, como una momia, apenas respirando. La criatura curioseaba, olfateaba las pertenencias de la muchacha sin preocuparse por que ésta notara su presencia. Veía a Amanda en la cama, con los ojos cerrados y su miedo le causaba algo de repugnancia, la enfurecía. Acercó una de sus largas uñas a la cara de la chica, y la apoyó suavemente en lo alto de su frente. Una minúscula gota de sangre brotó del punto, y se transformó en una roja línea a medida que la criatura fue descendiendo con su garra a lo largo de la cara de Amanda. Lentamente marcó su rostro, pasando entre las cejas, por la nariz, cortando los labios, y deteniéndose en el cuello.

Federica


Federica era una mujer solitaria. Su único apodo se lo había puesto ella misma, y era la única que lo conocía: "Freddy". Por supuesto, nadie estaba ahí para decirle que Freddy era un apodo de hombre, excepto quizá por la cantante de Queen.
Freddy vivía sola, comía sola, trabajaba cuatro horas por día en el Ministerio de Educación de calle trece, aunque la verdad es que ella de educación mucho no sabía. A veces le hacían transcribir cosas, y con lo lentos que eran sus regordetes dedos, podía llegar a tardar toda la jornada laboral en copiar una sola carilla. A esto se sumaban las pausas para el mate, o para comprarle bijouterie a la chica morochita que venía. Ella no iba a fumar con el resto. Para empezar, porque no fumaba. El humo le daba tos. Segundo, porque se sentía muy incómoda con sus compañeras de trabajo, todas tan despechugadas (y eso que algunas rozaban los cincuenta) y extrovertidas. Federica, en definitiva, estaba sola. Por eso ese viernes a la noche no notó nada raro. La tele estaba apagada, ella tejía sentada en el silloncito de mimbre. Las revistas que tenía al lado mostraban los últimos diseños en saquitos de lana para bebés y otros en los que aparecían las fotos de unas chicas treintañeras que tenían cara de no haber tocado en su vida una aguja número cinco.
Lo único que podría haberle dado un indicio a nuestra amiga, exactamente a las nueve de la noche con cuatro minutos, de que algo raro pasaba, era aquel grillito que tanto "creek creek creek" había hecho, que de pronto callaba.
A unas cinco cuadras, una mujer en pleno orgasmo se cayó de la cama, tirando consigo a su amante al darse cuenta que sus cuerdas vocales, sin aviso ni razón, estaban completamente mudas. Una vaca en la granja de los Castelli intentaba mugir desesperada, sin ningún éxito. Miles de conversaciones se detenían de repente. Un gol efectuado por el valioso número nueve de Vélez al desprevenido arquero de Rosario Central (cuya distracción era justificable, ya que creía haber perdido la audición) nunca fue festejado por su tribuna, cuando todos a la vez intentaron gritarlo a puro pulmón, y de sus bocas sólo salió aire, aire vacío, sin ninguna onda de sonido, ni un do ni un re sostenido.
Federica se preparaba para dormir. Colocó su robusto cuerpo en su camita de una plaza, pintorescamente cubierta por el edredón que ella misma había tejido. Lamentablemente, nadie más lo había podido apreciar. Esa noche, entre las sábanas, nuestra Freddy soñó un sueño mudo (pero con unos cuantos colores) que a la mañana no recordaría.
La mayor parte de la gente, en cambio, no durmió. En los noticieros, con carteles improvisados en la pantalla, informaban sobre sólo un tema, y las medidas que se estaban tomando. Unos cuantos estudiosos, al parecer, desde médicos neurólogos hasta sociólogos de París, se habían reunido en la Universidad de esta ciudad, para intentar sacar conclusiones. Un chat grupal fue lo más apropiado, y ahí fue cuando todos se dieron cuenta que el Dr. Hertzfeld tenía faltas de ortografía. Esa fue la única conclusión que se pudo sacar, porque respecto al repentino enmudecimiento (¿o sordera?) de la humanidad, no había ninguna pista.
Las cosas no hacían más ruido, la gente ya no hablaba, los pájaros no piaban, los perros no ladraban, y todas las cosas que tenían que hacer "toing" y "ping" no hacían ni "toing" ni "ping".
El fin de semana pasó tranquilo en lo de Federica. El sábado tempranito hizo pan casero, para comer con mermelada que le había mandado su hermana de Córdoba. Ella no estaba muy bien del oído, a su edad (Freddy podía llegar a los sesenta años de un día para el otro), por eso no le llamó demasiado la atención que el cuchillo no hiciera mucho escándalo cuando cayó al piso. Aunque era cierto que todo estaba muy silencioso. Para colmo, descubrió que el sonido de la tele se había roto, cuando la prendió para ver la novela al mediodía.
Las multitudes en las ciudades enloquecían, hablaban -o mejor dicho, escribían y hacían señas- sobre el fin del mundo. Otros no estaban tan preocupados. Los chinos en toda la ciudad abrieron los supermercados. En gran medida fue por costumbre y porque, si mucha gente creía que venía el fin del mundo, iban a tener que comprar provisiones en algún lugar. Hubo gente que ese domingo leyó, cortó el pasto, y hasta fue a pasear al Parque Pereyra Iraola.
Freddy cocinó sus famosos buñuelos y se los comió sola tomando mates, viendo una película subtitulada con Richard Gere (¡qué churro!) y Julia Roberts.
Tampoco tuvo sospechas el lunes cuando fue a trabajar y sólo tres personas habían ido a la oficina. La que estaba más cerca suyo era Olga, que estaba sentada, casi acurrucada en su silla, sin decir una palabra. En un momento nuestra protagonista casi se anima a acercarse a charlar, pero no quiso ponerse en una situación incómoda, o exponerse a las burlas de su compañera, por lo que se quedó trabajando sin hablar con nadie.
Así pasaron los días. La gente se acostumbró a la falta de sonido y volvió a la rutina, adaptándose como más podían. Clases públicas de lenguaje de señas fueron la medida oficial tomada por el gobierno. La explicación científica fue vaga e inexacta. Nadie la entendió, por supuesto, porque en realidad nadie había podido elaborar una teoría real al respecto. La versión general, un poco fantástica pero quizá la más acertada, fue que los sonidos se habían ido acabando, hasta que un día no quedó ninguno. El rock, el tango, el molesto o dulce timbre de una voz, los llantos de un bebé recién nacido, un maullido a las tres de la mañana, quizá serían cosas para contarles a los nietos.

Freddy nunca se enteró. Murió una semana después sola, sobre su edredón tejido. Después de todo, la soledad y los problemas cardíacos no son una buena combinación. Ella nunca se dio cuenta. Nada había cambiado en su mundo, de todas formas nadie iba a volver a pronunciar su nombre.