Federica


Federica era una mujer solitaria. Su único apodo se lo había puesto ella misma, y era la única que lo conocía: "Freddy". Por supuesto, nadie estaba ahí para decirle que Freddy era un apodo de hombre, excepto quizá por la cantante de Queen.
Freddy vivía sola, comía sola, trabajaba cuatro horas por día en el Ministerio de Educación de calle trece, aunque la verdad es que ella de educación mucho no sabía. A veces le hacían transcribir cosas, y con lo lentos que eran sus regordetes dedos, podía llegar a tardar toda la jornada laboral en copiar una sola carilla. A esto se sumaban las pausas para el mate, o para comprarle bijouterie a la chica morochita que venía. Ella no iba a fumar con el resto. Para empezar, porque no fumaba. El humo le daba tos. Segundo, porque se sentía muy incómoda con sus compañeras de trabajo, todas tan despechugadas (y eso que algunas rozaban los cincuenta) y extrovertidas. Federica, en definitiva, estaba sola. Por eso ese viernes a la noche no notó nada raro. La tele estaba apagada, ella tejía sentada en el silloncito de mimbre. Las revistas que tenía al lado mostraban los últimos diseños en saquitos de lana para bebés y otros en los que aparecían las fotos de unas chicas treintañeras que tenían cara de no haber tocado en su vida una aguja número cinco.
Lo único que podría haberle dado un indicio a nuestra amiga, exactamente a las nueve de la noche con cuatro minutos, de que algo raro pasaba, era aquel grillito que tanto "creek creek creek" había hecho, que de pronto callaba.
A unas cinco cuadras, una mujer en pleno orgasmo se cayó de la cama, tirando consigo a su amante al darse cuenta que sus cuerdas vocales, sin aviso ni razón, estaban completamente mudas. Una vaca en la granja de los Castelli intentaba mugir desesperada, sin ningún éxito. Miles de conversaciones se detenían de repente. Un gol efectuado por el valioso número nueve de Vélez al desprevenido arquero de Rosario Central (cuya distracción era justificable, ya que creía haber perdido la audición) nunca fue festejado por su tribuna, cuando todos a la vez intentaron gritarlo a puro pulmón, y de sus bocas sólo salió aire, aire vacío, sin ninguna onda de sonido, ni un do ni un re sostenido.
Federica se preparaba para dormir. Colocó su robusto cuerpo en su camita de una plaza, pintorescamente cubierta por el edredón que ella misma había tejido. Lamentablemente, nadie más lo había podido apreciar. Esa noche, entre las sábanas, nuestra Freddy soñó un sueño mudo (pero con unos cuantos colores) que a la mañana no recordaría.
La mayor parte de la gente, en cambio, no durmió. En los noticieros, con carteles improvisados en la pantalla, informaban sobre sólo un tema, y las medidas que se estaban tomando. Unos cuantos estudiosos, al parecer, desde médicos neurólogos hasta sociólogos de París, se habían reunido en la Universidad de esta ciudad, para intentar sacar conclusiones. Un chat grupal fue lo más apropiado, y ahí fue cuando todos se dieron cuenta que el Dr. Hertzfeld tenía faltas de ortografía. Esa fue la única conclusión que se pudo sacar, porque respecto al repentino enmudecimiento (¿o sordera?) de la humanidad, no había ninguna pista.
Las cosas no hacían más ruido, la gente ya no hablaba, los pájaros no piaban, los perros no ladraban, y todas las cosas que tenían que hacer "toing" y "ping" no hacían ni "toing" ni "ping".
El fin de semana pasó tranquilo en lo de Federica. El sábado tempranito hizo pan casero, para comer con mermelada que le había mandado su hermana de Córdoba. Ella no estaba muy bien del oído, a su edad (Freddy podía llegar a los sesenta años de un día para el otro), por eso no le llamó demasiado la atención que el cuchillo no hiciera mucho escándalo cuando cayó al piso. Aunque era cierto que todo estaba muy silencioso. Para colmo, descubrió que el sonido de la tele se había roto, cuando la prendió para ver la novela al mediodía.
Las multitudes en las ciudades enloquecían, hablaban -o mejor dicho, escribían y hacían señas- sobre el fin del mundo. Otros no estaban tan preocupados. Los chinos en toda la ciudad abrieron los supermercados. En gran medida fue por costumbre y porque, si mucha gente creía que venía el fin del mundo, iban a tener que comprar provisiones en algún lugar. Hubo gente que ese domingo leyó, cortó el pasto, y hasta fue a pasear al Parque Pereyra Iraola.
Freddy cocinó sus famosos buñuelos y se los comió sola tomando mates, viendo una película subtitulada con Richard Gere (¡qué churro!) y Julia Roberts.
Tampoco tuvo sospechas el lunes cuando fue a trabajar y sólo tres personas habían ido a la oficina. La que estaba más cerca suyo era Olga, que estaba sentada, casi acurrucada en su silla, sin decir una palabra. En un momento nuestra protagonista casi se anima a acercarse a charlar, pero no quiso ponerse en una situación incómoda, o exponerse a las burlas de su compañera, por lo que se quedó trabajando sin hablar con nadie.
Así pasaron los días. La gente se acostumbró a la falta de sonido y volvió a la rutina, adaptándose como más podían. Clases públicas de lenguaje de señas fueron la medida oficial tomada por el gobierno. La explicación científica fue vaga e inexacta. Nadie la entendió, por supuesto, porque en realidad nadie había podido elaborar una teoría real al respecto. La versión general, un poco fantástica pero quizá la más acertada, fue que los sonidos se habían ido acabando, hasta que un día no quedó ninguno. El rock, el tango, el molesto o dulce timbre de una voz, los llantos de un bebé recién nacido, un maullido a las tres de la mañana, quizá serían cosas para contarles a los nietos.

Freddy nunca se enteró. Murió una semana después sola, sobre su edredón tejido. Después de todo, la soledad y los problemas cardíacos no son una buena combinación. Ella nunca se dio cuenta. Nada había cambiado en su mundo, de todas formas nadie iba a volver a pronunciar su nombre.