Las casas de Amanda y Dafne quedaban a una distancia de aproximadamente veinte metros, la una de la otra. Eran las únicas dos casa de la playa y las habían conseguido a buen precio porque no mucha gente estaba dispuesta a lidiar con el clima y las mareas del helado mar del sur. Todas las mañanas desayunaban juntas, y todas las tardes, exactamente media hora antes del atardecer se reunían en la orilla. No eran de muchas palabras. Coordinaban los relojes y cada una salía por su lado.
Amanda tenía dos grandes miedos, morir aplastada contra una roca, por un lado, y la oscuridad impenetrable de las grutas, por el otro. A Dafne le causaba un pánico profundo el mar de noche, cuando después de la llegada de la noche transformaba su coloridas y graciosas olas en una gigante masa negra sin ley. Aún considerando esto, quizá en un acto de masoquismo, o buscando una dosis diaria de adrenalina, ambas salían, media hora antes del atardecer, a ponerse cara a cara con sus miedos.
Los primeros minutos eran los más fáciles. Amanda caminaba por la costa hacia el Este, y a medida que avanzaba trotando tranquilamente las piedras se transformaban en acantilado, y unas ligeras líneas que parecían hechas por mano humana rítmicamente se transformaban en las cuevas, cada vez más profundas y oscuras. Dafne, por su lado, metía los pies en el agua y caminaba hasta que esta le llegaba a la cintura. Desde ese punto, nadaba en línea recta sin descansar, viendo por momentos con el rabillo del ojo a su amiga en la distancia, allá lejos a su izquierda.
Pasados quince minutos, cuando se encontraban a una distancia considerable del punto de partida, las alarmas de los relojes de ambas sonaban, marcando el inicio de la carrera personal de cada una contra el atardecer. El sol a esa hora, ya besando el horizonte, amenazaba con dejarlas en la oscuridad en cualquier momento. Era el momento de emprender la vuelta. La marea comenzaba a subir, dejando a Amanda en un pasillo cada vez más estrecho, mojando de vez en cuando sus zapatillas a medida que trotaba cada vez más rápido, con la mirada fija en la playa a varios cientos de metros. Dafne ya había pegado la vuelta, y respiraba agitadamente entre las olas heladas cuando sacaba la cabeza para respirar.
Así sucedía todas las tardes.
Se encontraban en la orilla, agitadas, agotadas, mientras el Sol opulento terminaba de desaparecer como avergonzado de su derrota.
Un día Amanda no llegó. Algo hizo que se retrasara. Cuando estaba ya volviendo sobre sus huellas, aumentando la velocidad con el atardecer en los ojos, algo la hizo detenerse y llamar su atención dentro de una gruta a su derecha. Ella nunca entraba, por supuesto... Había algo macabro en esa oscuridad. Algunas gotas cayendo, percudiendo una marcha fúnebre sobre la piedra. Sin embargo, algo se oía, o parecía verse. Una respiración arrítmica, un destello de piel blanca, un olor putrefacto.
Las zapatillas de correr, junto con Amanda en su totalidad, llegaron a la playa unos cinco minutos después del atardecer, empapadas. La muchacha no quiso dar explicaciones. Enfiló directamente a su casa, sola, y diez minutos después apagó todas las luces. Dafne pudo suponer, acertadamente, que algo fuera de lo común había sucedido.
En la cama, con los ojos cerrados, Amanda pudo volver a sentir el olor putrefacto que había sentido en la gruta. No oía las pisadas, o algo inusual entre los ruidos que se colaban por la ventana abierta, pero sabía que la criatura se acercaba. Pudo sentir cuando estuvo dentro de la habitación, y sin embargo no podía abrir los ojos. Se encontraba petrificada, como una momia, apenas respirando. La criatura curioseaba, olfateaba las pertenencias de la muchacha sin preocuparse por que ésta notara su presencia. Veía a Amanda en la cama, con los ojos cerrados y su miedo le causaba algo de repugnancia, la enfurecía. Acercó una de sus largas uñas a la cara de la chica, y la apoyó suavemente en lo alto de su frente. Una minúscula gota de sangre brotó del punto, y se transformó en una roja línea a medida que la criatura fue descendiendo con su garra a lo largo de la cara de Amanda. Lentamente marcó su rostro, pasando entre las cejas, por la nariz, cortando los labios, y deteniéndose en el cuello.