Fragmentos de consciencia


Cuando la línea negra se bifurcaba resaltando sobre el fondo verde, se preguntaba sobre su propia capacidad de sentir. ¿Qué es ser menos que una representación visual? Ser un mero fragmento de línea que, por alguna casualidad cósmica, tiene consciencia de su existencia y de su incapacidad para actuar y decidir sobre su destino... Pero tampoco lo había intentado. ¿Es posible... el movimiento?
Con toda la energía que podía extraer de su incipiente conciencia y trasladar a sus inexistentes músculos de tinta, lentamente empezó a arrastrarse por el papel. Primero, con dificulta; luego, con soltura. Se movió, se enderezó, serpenteó, comenzó a crear figuras con su cuerpo informe, logrando cada vez con más facilidad desenvolverse. Fue una cuerda de guitarra, el pelo de una sirena, la línea del horizonte de un atardecer verde. Fue línea, círculo, triángulo, platillo volador, pan caliente.
Hasta que el universo se reacomodó y la consciencia huyó de la línea para volver a la mente del joven hombre desmayado en el piso. La línea cayó inerte, y nunca más supo de sí misma.

Y salió corriendo

El confesionario de madera había sido tallado por el bibliotecario del puedo de Anchoas. La Gran Biblioteca Municipal estaba a tres cuadras de la iglesia y a una cuadra de la carpintería. Rudo abría la puerta de hierro después de desayunar -lo que hacía variar el horario de apertura en un rango de unas tres horas entre las ocho y las once de la mañana- y se sentaba detrás de su viejo escritorio a esperar que algún joven aplicado o alguna ama de casa buscando nuevas recetas se acercara a aquel sagrado templo del saber.
-La iglesia es la casa de Dios, dicen los curas, pero no saben que Dios se la pasa leyendo en una biblioteca, no necesita ir a rezar porque no tiene a quién rezarle -pensó Rudo mientras contemplaba las estrías de la madera del escritorio de pino. Ese escritorio había sido realizado por su propio padre, algunas décadas atrás. Rudo había odiado a su padre desde que tenía memoria. Siempre le pareció un odioso viejo sin ningún interés u objetivo real en la vida. Rudo miró su reflejo en los vidrios de la puerta de hierro que se encontraba directamente frente al escritorio. En su reflejo vio un odioso viejo sin ningún interés u objetivo real en la vida. La barba gris no llegaba a tapar su antisonrisa. Quizá el mismo hecho de pasar cerca de treinta horas a la semana sentado en ese mismo escritorio esperando que llegara algún lector -o, como en la mayoría de los casos, algún borracho del pueblo que necesitara usar el baño o escapar de los gritos de su mujer algunas horas en un lugar tranquilo- era una forma de orgullo. Él no iba a ceder, se iba a quedar ahí sentado como si la biblioteca fuera el lugar más concurrido del pueblo, iba a actuar como si no estuviese sorprendido cuando más de tres personas el mismo día necesitaran su ayuda para encontrar un ejemplar.
-No sé por qué lo hago, de todas formas... La mayoría de estos estúpidos no sabe leer.
Se levantó de la silla y salió a la calle. Era miércoles. Serían aproximadamente las tres de la tarde. Los horarios eran muy relativos en Anchoas, casi nadie llevaba reloj, y muchos menos sabían leer la hora. De todas formas no importaba, las cosas se iban sucediendo por una suerte de ritmo natural, o ciclos de hambre y trabajo.
Rudo caminó hasta la iglesia donde Jom, el cura, tenía algunos muy similares planteos existenciales. El confesionario era una especie de gran caja de madera con los clavos salidos, amenazando los domingos con destejer los pulóveres nuevos de los borregos católicos que poco y nada sabían de no correr en iglesias, y mucho menos de no arruinar la ropa nueva. Rudo entró al confesionario con una sensación similar a la de entrar a un ataúd vertical, de muy mala terminación. Dentro del cajón, Jom pensaba seriamente qué habría sucedido si efectivamente hubiera decidido ser marino ese día de inflexión a sus dieciséis años, cuando terminó por decidir entrar en el seminario. Sus pensamientos fueron violentamente interrumpidos por el olor a libro viejo que traía Rudo encima. Lo reconoció enseguida, sin necesidad de verlo... lo que no significaba que no lo viera, detrás de la rudimentaria ventanilla que poco y nada ocultaba la identidad de confesores y confesadores.
-Quiero mandar los libros a la mierda -dijo Rudo.
-Bueno, bueno, hijo, esa no es forma de confesarse -dijo Jom sin que realmente le importara.
-Voy a ser carpintero.
Rudo no parecía estar pidiendo consejo ni nada por el estilo. Prosiguió:
-Quería avisarle a Dios que voy a ser carpintero, que mando a la mierda los libros... Seguro va a estar de acuerdo, Jesús era carpintero. ¡Bien por él, que no siguió la profesión de su padre!
-Hermano, está rozando la blasfemia -dijo Jom aún sin importarle en lo más mínimo.
-Vamos padre, no me diga que no ha dudado si el plan que creyó que Dios le había encomendado era el correcto...
Jom sabía que tenía razón.
-Carpintero, entonces...

Al día siguiente, con fondos municipales, se le encomendó a Rudo la realización de los nuevos confesionarios de la iglesia que, desafortunadamente, se desmoronaría en un terremoto quince años después. Los confesionarios sobrevivieron y fueron almacenados en el segundo sótano de la municipalidad de Anchoas. Cuando, en un polémico cambio de administración el edificio cambió su función de municipalidad a burdel de empresarios y políticos, hubo que desocupar los sótanos porque los hombres de negocios necesitaban un lugar donde apostar y hacer negocios, los confesionarios fueron enviados a un depósito provincial en una ciudad vecina que solía tener tratos sucios con políticos sudamericanos. Digamos que los tratos eran una mutua lavada de manos, si por "manos" entendemos "dinero".
En una situación particular en la que un diplomático destinado en Argentina se encargó de organizar una serie de actos cuyo motivo de celebración era desconocido para todos los asistentes que sabían que realmente se trataba de un acto de presencia político, se incluyó la compra de una serie de "antigüedades europeas" para que formaran parte de la nueva cancillería de la ciudad. Entre estas se encontraban los dos confesionarios, que fueron enviados por error, quizá el "error" se había debido a que los encargados del depósito estaban cansados de encontrar dentro de los confesionarios a los empleados más jóvenes teniendo sexo en horas de trabajo.
Al encontrar los confesionarios de madera, los asistentes del nuevo y corrupto cónsul resolvieron donarlos a la iglesia más cercana, en la que el cura Manuel tenía serias dudas existenciales.

-Perdóndame, padre, porque he pecado -dijo una voz un tanto andrógina del otro lado de la ventanilla.
Manuel se quedó mudo unos segundos. No estaba seguro si se trataba de una joven con voz grave o un muchacho con voz amanerada. Resultó ser un muchacho, que prosiguió:
-Me encuentro teniendo pensamientos impuros de carácter... sexual.
Había algo en la voz del joven que le resultaba extrañamente atractivo, una alegría que no dejaba opacarse por la culpa que le había hecho meterse en aquella máquina de limpiar pecados que de alguna forma había llegado a esa iglesia después de haber recorrido medio planeta.
-Tengo algunos amigos... que no son creyentes, claro. Y ellos suelen tener... encuentros, entre ellos. Y muchas veces me encuentro pensando en esto y teniendo ciertas curiosidades.
Manuel se lo imaginó inmediatamente en su cabeza. Dos muchachos de unos veinticinco años, bailando música electrónica en uno de esos condenados antros de drogas y alcoholes. El sudor, la energía... la tensión sexual. Un ámbito perfecto para el pecado. Los jóvenes bailando, pegados, saltando a la par. Los dos en su casa, sacándose la ropa. Los jóvenes músculos tocándose y la piel engallinándose con la sensación fantasma del ligero roce de los invisibles pelitos de la piel. Los jóvenes besándose...
-¿Padre?
Manuel volvió a la realidad. Le recetó al chico curioso inyectarse unas veinte aves marías y un par de padres nuestros y lo despidió, diciéndole que esa curiosidad era una prueba que le ponía el Señor para probar su fe y su resistencia a las tentaciones impuras. Ni él ni el joven creyeron una palabra de lo que dijo.
Cuando salió del confesionario, el joven terminaba de irse de la iglesia. El edificio estaba vacío, como las calles del barrio. Manuel entró a su oficina, donde pasaba la mayor parte del día, intentando no pensar en qué habría pasado si efectivamente hubiera decidido ser arquitecto. La oficina era una pequeña habitación oscura, que tenía una puerta que daba al santuario y una que permitía salir al parque trasero de la iglesia. Tantos años ahí adentro, tantas horas encerrado, sentado, esperando que alguien necesitara una guía espiritual que no podía ofrecerse a sí mismo.
Sin previo aviso, la puerta que salía al exterior se abrió completamente, quizá por una fuerte ráfaga de viento que decidió inspirar a un hombre en crisis.
Manuel se quedó en silencio, mirando a través de la puerta abierta, unos segundos. Afuera, el mundo exterior, verde. Tantas historias en ese mismo momento, tanta gente estaba recorriendo las calles de la mano de su amor, tantos con hijos pequeños sin dormir por la noche por culpa de los llantos hambrientos, tantos yendo y viniendo de trabajos estresantes o de estudios eternos y desgastantes. Un sueño hecho realidad. Y él ahí, esperando que Dios se decidiera a salvar el mundo.
-Si lo pienso no lo hago -pensó.
Y salió corriendo por la puerta.