Lucía era una nena muy chiquita. En vez de salir de una mamá de humano, o de una mamá de cualquier otro animal, Lucía salió de una cáscara de maní dentro de la cual, resultaba ser, se habían concentrado todas las energías residuales del universo, generando una bola de pelusa de ombligo color gris azulado que, tras siete meses y medio de gestación, lanzó al mundo a esta pequeña niña con olor a cereza.
Lucía sabía que no era igual al resto, para empezar, porque todos le sacaban más de un metro y medio de altura. Además, ella era color escarlata, y tenía cuatro brazos, y sólo sabía hablar en el idioma de los grillos. Sin embargo, Lucía supo encontrar una gran cantidad de aventuras en el mundo de los humanoides... y también en el planeta de los velocirraptors, pero eso mejor lo dejamos para otro día.
Una noche de agosto, Lucía estaba durmiendo una dulce siesta de miel en el pétalo de un cactus. La luna nueva brillaba por su ausencia. Los teros ya no se preocupaban por sus pichones. Entre ronquidito y ronquidito, la nena soñaba que medía treinta y ocho metros de alto, y aplastaba la ciudad con sus enormes puños de acero. En el sueño, un tsunami despechado intentaba tumbarla con su enorme fuerza, mojando el vestido que había especialmente elegido para el día de la primavera. El susto la despertó. No había tsunami, era el rocío que practicaba su acto de magia condensándose en altas horas de la madrigada.
Con la visión todavía empañada, Lucía vio algo extraño en la distancia. Parecían dos estrellas verdosas, dos bolas de vidrio que no pestañaban. La adrenalina la detuvo. Su oído se agudizó hasta chillar. Y entonces lo oyó, la respiración felina que la saboreaba a unos metros, acechando desde detrás de los tachos de basura; las glándulas salivales que activaban su oxidado mecanismo; los ojos que, fijos y serenos, se clavaban en los tres o cuatro gramos de deliciosa mermelada que componían su cuerpecito insectomorfo; los músculos de la espalda que se tensaban y acomodaban para saltar en cualquier instante.
-¡Pido gancho! -gritó Lucía saltando sobre sus patas traseras- ¡El que me toca es un chancho!
-¡La puta madre! -gritó el gato Rogelio, indignado. Se subió a su bicicleta y se fue, recordando con amargura esas dos semanas que había tenido que ser cerdo y vivir en un chiquero después de que un mosquito que había sido capturado pidiera "pido" justo antes de ser tragado.
Cuando vio que Rogelio se alejaba pedaleando en la distancia, Lucía decidió que quizá sería mejor construir un refugio un tanto más seguro que su hamaca de pétalos de cactus. Entonces salió a caminar, con su machete, abriendo un pequeño senderito en el césped.
Lo primero que encontró fue una lata vacía de gaseosa, pero se negó a utilizarla como refugio porque, si bien era un pequeño ente sobrenatural, estaba categóricamente en contra de las grandes empresas capitalistas... y ni hablar de que el aluminio había pasado de moda hacía ya dos temporadas. Unos metros y media hora más adelante, encontró una zapatilla, pero si bien el tamaño era apropiado y los cordones podían ser útiles para ahorcar a sus enemigos, no se imaginaba pasando la primavera en un monoambiente sin ventanas. Finalmente, después de deambular unas horas más, Lucía encontró una lujosa mansión con diecisiete habitaciones, sirvientes, vajilla de plata y un tobogán que iba directamente desde la habitación hasta una pileta climatizada.
"Creo que este lugar podría ser apropiado", pensó Lucía. Así que, finalmente, decidió instalarse allí. Tres semanas después, murió de aburrimiento.