La Bomba



Deben ser las nueve de la noche cuando llegamos al lugar. Vemos gente que ronda la entrada y, ya desde la vereda de enfrente, se escucha la música y el clamor de los espectadores. Bajo de la moto con las lágrimas heladas por el viento frío y todavía con la adrenalina de casi haber atropellado un par de peatones imprudentes.
La gente sigue llegando y entrando al lugar, aunque la banda está tocando hace rato. Por suerte, D. conoce a la chica de la entrada -una veinteañera simpática, delgadita y con rulos largos-, quien nos deja pasar gratis.
proporcional al olor a porro.
Extranjeros, argentinos, todos bailan con todos en la euforia creciente e inevitable generada por el ritmo de la percusión. Nos sumergimos en la masa de gente y encontramos al grupo que estábamos buscando. Cubanos, bras
El patio está prácticamente vacío: como me explican, en primavera y verano se toca afuera, y la convocatoria es mucho mayor. A medida que nos acercamos al escenario, el volumen de la música aumenta de manera directament
eileños, ¿algún jamaiquino? “Los negros” -como se dicen a sí mismos por algún motivo quizá demasiado obvio- se juntan los lunes en esa especie de terapia grupal a la que le dicen La Bomba. La recepción para los recién llegados es siempre la misma: un cuba libre y un faso. Los vasos y los porros pasan de mano en mano sin más presentación que una sonrisa.

haber ganado más de un corazón, mientras D. empieza a entrar en calor y a moverse para sacarse de encima el frío del viaje en moto.
De pronto la multitud se abre, F. tomó a una chica y bailan descontrolados en el centro del círculo. El resto estamos fascinados por la gracia y la sensualidad con la que se desenvuelven. La gente los aplaude, les grita. La cintura de la chica parece de goma, él la revolea y parece que se desarma. De pronto roza el piso con el pelo y, unos segundos desp
Me llama la atención uno de los chicos: mientras se bambolea lentamente, noto que tiene las rastas más largas que vi en mi vida (¡le llegan a las caderas!). Al lado suyo, el primo de D. luce sonriente su chaleco de seda y sus zapatos nuevos: “es el que mejor se viste”, me explican. F. me reconoce y me saluda con esa sonrisa con la que imagino que se deb
eués, está dando vueltas como un trompo. A unos metros, un par de chicas se lucen cerca del escenario con una evidente influencia de danza africana: los movimientos violentos y casi primitivos con los que sacuden su preciosa estructura hace que más de uno gire la cabeza. Las calzas que tiene puesta la rubia también ayudan a atraer las miradas. Nos estamos moviendo, cada vez con más intensidad. A cada rato se escucha un “¡Oye, chica!”, o un “¡Sabrosura!”, que incita aún más a perderse en los movimientos. No tenemos pareja fija: todos y todas vamos pasando de mano en mano, regalando sonrisas sin dueño, agarrándonos, dejándonos agarrar y permitiendo al cuerpo fluir.

acción, debajo del ala de un sombrero quizá demasiado “turista”.
En el baño, las mujeres se amontonan frente al espejo. Los pisos blancos están llenos de un barro que aumenta a medida que la gente sigue entrando y saliendo en un vaivén constante. Una italiana espera para pasar mientras dos chicas de pelo negro se maquillan y hablan de algún amo
En un rincón, junto a una columna, dejamos apiladas nuestras cosas. Los sacos, camperas, bolsos y carteras forman una torre. Esto deja en evidencia, por un lado, cómo hace subir la temperatura la danza fantástica que se desarrolla y, por el otro, cómo deseamos desprendernos de nuestras pertenencias para movernos libres al ritmo de los tambores. Alejándonos del escenario, en una barra, las mozas van y vienen saludando a los viejos conocidos, regalando tragos. Ahí nos acomodamos y empezamos a armar. Un yanqui de unos cuarenta y cinco años practica su español conmigo, mientras que yo practico mi inglés con él. Sus ojos arrugados delatan cansancio, pero también satis
fr frustrado. Vuelvo con mis chicos y llega el momento de entrar al ojo del huracán, de perderse en el mar de gente. “Vamos al centro”, grita la manada, con un tono que implica que es acción obligatoria en el clímax de la noche. “Agarra tus cosas, chica, que vamos a movernos”, me dice D. La pila de pertenencias se desarma y nos abrimos paso entre la multitud. Ahí ya están “los negros”. Cantan y gritan. El que, no sé porqué, pienso que es jamaiquino, está apoyado contra una columna y, perdido en su mente, tararea mientras se mece de un lado al otro. Bailamos descontrolados, saltamos, se abren círculos, y se cierran con violencia. Veo a D. cada vez más lejos y, cuando puedo, me acerco.

cuantos más, reconozco al chico de gorrito negro que toca los martes en la roda del Rincón.
Estamos todos perdidos y encontrados. Los sonidos entran y salen de la mente, se mezclan con la realidad, determinan la totalidad de los pensamientos. Sólo percibo en música y, hasta los colores y las formas, parecen transformarse en ondas rítmicas que percuten el cerebro. Mientras se acerca el final, la desesperación aumenta: no puede terminar, tiene que seguir. La gente está sumida en un trance, en una felicidad eterna y efímera al mismo tiempo. Las piernas se mueven solas, las melenas se revolean acá y allá, las cinturas estrechas son tomadas por manos grandes y sólidas. La gente se adora.
Llega el momento, el espectáculo termina... pero sólo es el comienzo: la banda no deja de to
En un momento se escucha un grito, debe ser F.: “¡Ahora las mujeres!”. Nos abren el camino y nos empujan al centro: somos tres o cuatro, cada una haciendo una danza distinta, pero en perfecta armonía. A mí me sale la samba brasileña; otra chica baila más bien una salsa, y otra se mueve con un aire de candombe. Todo encaja con la percusión. Saltamos y sonreímos hasta que nos duele. Ninguna puede salir porque nos vuelven a empujar al centro. Finalmente, se desarma la formación y volvemos a ser la marea que éramos antes. La banda, a la que ni siquiera presté atención hasta el momento, está tocando más enérgica que nunca mientras se anuncia el inminente final. En el escenario, entre unos
car, sino que lentamente se arma una caravana que sale del lugar y se detiene en la puerta hasta que el colectivo de gente los rodea. Lentamente se dirigen a la derecha, a seguir la fiesta en otro lado. Las almas están inquietas, llenas de adrenalina, en un lunes de invierno que sabe a carnaval.
Veo cómo se alejan a paso de caracol, haciendo los sonidos cada vez más distantes. Me alegra no seguirlos porque me deja la sensación de que van a seguir para siempre. Si no veo el final es porque nunca terminó: la caravana va a ser eterna.