"Cuando se lave el mate", dijo Pupi mientras miraba a través del vidrio a su perra Florentina Martínez. Le había puesto de nombre "Florentina Martínez" porque consideraba que ella misma tenía nombre de perrito, así que era demasiado obvio que su mascota tenía que tener un nombre de ser humano, respetable y serio.
Florentina Martínez miraba a Pupi desde el patio de baldosas rojas, desde donde se esmeraba en poner la cara más enternecedora que sus capacidades actorales le permitían. Considerando que sólo había estudiado dos años de teatro, estaba bastante bien. De hecho, Florentina Martínez había considerado una carrera en el mundo del cine, pero después de su castración muchos de sus sueños juveniles se apagaron en un cono de vergüenza.
Pupi, por su lado, había dejado un par de sueños, también. Había querido tener un hijo, una vez. Pero Florentina Martínez terminó siendo su única compañera. Hacía meses que ya ni siquiera pensaba en la posibilidad. Por suerte sabía que su inutilidad de administrar su propia vida era la mejor excusa para ni siquiera tener que seguir planteándose el cuidar a otro ser vivo... Florentina Martínez no contaba: se cuidaba sola. Es más, Pupi sospechaba muy a menudo que era la perrita quien la cuidaba a ella, despertándola a la mañana cuando se quedaba dormida, protegiendo el departamento, y haciéndole sopa y té de jengibre cuando estaba mal de la garganta.
Además de Pupi y Florentina Martínez, en el departamento interno de tres ambientes con patio de baldosas rojas vivían dos pósters, algunos muebles viejos y un centenar de libros de los temas más amplios y variados, desde cocina tailandesa hasta ocultismo, desde autoayuda femenina hasta física mecánica. Pupi no leía mucho, Florentina Martínez sí. De hecho, luego de la mencionada castración, fue un hábito que comenzó lentamente a sustituir los otros sueños más atrevidos y joviales.
Pupi vivía en ese departamento -junto con Florentina Martínez y sus otros acompañantes-, hacía unos seis años. Antes había vivido con un novio, antes con una amiga, y antes con su mamá en Río Tercero. Cuando uno vive seis años con acompañantes no-humanos, hay ciertos hábitos que empiezan a desarrollarse gracias -o por culpa de- nuestra imperante necesidad de socializar todo el tiempo. Pupi había empezado a hablar sola unos ocho meses después de mudarse. Empezó con algunas exclamaciones. Por ejemplo, ese día que quiso prender un cigarrillo con la hornalla y se quemó las pestañas. "¡La reputísima madre!", gritó. Otro día, cuando casi se resbala en la ducha, no pudo evitar exclamar un "¡Carajo! Casi me voy a la mierda". El segundo indicio de auto-comunicación surgió con comentarios simpáticos a Florentina Martínez. "Hola, linda", "Vení, vamos al parque", "No, ahí no", y las otras típicas observaciones sobre el universo que pueden comentarse a un perro de raza indefinida. En definitiva, para pasar de un "¡Laconcha de la lora!" y un "No hagas pis ahí" a hablar solo, sólo hay un corto camino. A los dos años de vivir ahí, Pupi no sólo se comentaba el clima a sí misma y cantaba en la ducha, sino que podía incluso llegar a tener airadas discusiones. Cuando la cosa se ponía seria, tenía que frenar frente al espejo para dejarse las cosas bien claras antes de que la agresión verbal se transformara en física.
"Cuando se lave el mate", volvió a decir, esta vez mirando una mancha de mermelada en el mantel cuadrillé de plástico rojo. El agua, dentro del termo, empezaba a enfriarse. La yerba empezaba a cansarse.
Florentina Martínez, por su lado, también había empezado a hablar sola. Por supuesto, lo hacía cuando Pupi no estaba en la casa. A veces sacaba un libro, al azar, de la biblioteca, y leía pasajes enteros en voz alta. Sus preferencia eran las obras de teatro, ya fueran actuales o clásicas, buenas o malas. No importaba. Ella actuaba, en la lectura, todos los personajes, y se vislumbraba joven y con el pelaje radiante, en un magnífico escenario de madera, frente a cientos de personas aplaudiendo furiosamente, con las palmas de las manos en carne viva, a punto de explotar, por la intensidad de la ovación. A veces, cuando tenía cansada la vista de leer, o no tenía ganas de subirse al escritorio para alcanzar la biblioteca, Florentina Martínez inventaba sus propias historias, siempre con heroínas valerosas (que ella misma encarnaba, en su imaginación), que rescataban de la perdición a pobres perros abandonados o maltratados en los más diversos escenarios: barcos pirata, mansiones coloniales, guerras mundiales o, incluso, el espacio exterior. Cuando llegaba Pupi, de todas formas, se acababan las historias y sólo se dedicaba a cantarle canciones de cuna. Se preguntaba, a veces, quién cuidaba a quién.
"Se lavó el mate", dijo Pupi. Agarró una hoja y una lapicera y escribió:
"Hola, ¿cómo estás? Soy yo, Pupi, la vecina... del departamento cinco. Quería decirte... bueno, quería escribirte. Por ahí -no sé, pero por ahí- tenés ganas de pasarte a tomar unos mates un día de estos. Yo estoy toda la tarde acá, siempre, sola... Bueno, sola no, estoy con Florentina Martínez, mi perra. No es mi perra, obviamente, no puedo decir que es mía, pero vive conmigo. Así que, nada, por ahí tenías ganas. Vi que vos también tenés un perro, si querés podés traerlo, no es tan lejos, considerando que nuestras puertas están a dos metros de distancia. Seguro quieren ser amigos... Bueno, eso nomás, por ahí querías venir a charlar... o, mejor, a no charlar, un rato. A tomar un mate rico, entre vecinas, ¿dale?".
Se paró y, sin releer la nota, la pasó por abajo de la puerta del departamento cuatro.