Amantes animales sádicos en búsqueda de un cambio trascendental

Se puso el moño, frente al espejo. Estaba torcido.
-Vení, María, ayudame que el moño me queda torcido.
-Ya voy, esperá que estoy bañando al lagarto y no le sale la mugre de las escamas.
El moño era rojo con lunares amarillos, y estaba totalmente cubierto de hormigas carnívoras. El lagarto era amarillo con lunares rojos, rara vez estaba cubierto de algo, más que de mugre.
-Mamá, vení a ayudarme con el lagarto que no puedo sacarle la mugre de las escamas -gritó María.
-Bancá que estoy intentando atrapar los anteojos que se ofendieron y se escapan de mí.
-Dale, María, vení que el moño me queda siempre torcido.
A medida que intentaba enderezarlo, esperando a María, todos los cuadros de la casa empezaban a torcerse hacia un lado y hacia el otro, rítmicamente, siguiendo al moño.
-Roberto, ¿por qué no dejás de boludear y me ayudás a atrapar los anteojos?
-¿Pero no ves que estoy esperando que se asome el ratón para pegarle un mazazo?
El viejo esperaba con tensa antelación que asomara un roedor como ningún otro del agujero que se abría en el antiguo piso de madera.
El moño seguía torcido.
-Dale, María, ¡que me queda torcido!
El lagarto seguía sucio.
-Dale, Mamá, la mugre de las escamas.
Los anteojos correteaban.
-¿Me podés ayudar, Roberto?
El ratón no aparecía.

El ratón había empacado, dos días antes, sus pocas pertenencias, y se había ido para no volver a ese juego de locos. Decidió conocer otras ciudades, otros países, para descubrir otros juegos, otras realidades.
Sólo extrañaba a su amante sádico, el lagarto overo, quien no había querido partir con él. Llevaba su foto en el bolsillo derecho, y a cada rato la miraba, soltando pequeñas lágrimas de roedor que, como ácido abrasivo, disolvían el piso debajo de ellas.