Tenían cinco guantes de oro, que se ponían -uno cada uno-, en la mano derecha.
Así salían los quintillizos de la calle Tubérculo a pasear todas las mañanas.
Cinco guantes dorados saludaban damas sonrojadas al pasar.
Cinco caballeros tuberculosos hacían de sus galanterías un espectáculo decoroso sobre el empedrado urbano.
Las muchachas se desmayaban ante la simple mirada de los jóvenes, ante la ligerísima brisa expedida por alguno de sus gestos. Sus bombachas caían al suelo con semejante fuerza que inmensas grietas se abrían entre los adoquines, generando disturbios en la ciudad.
Los quintillizos, a pesar de la increíble atracción que generaban en el sexo opuesto, preferían perderse para siempre en su infinita orgía de narcisismo y adoración egocéntrica, rodeados de papel picado y drogas pesadas.