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Brotaba líquido espeso verde de las grietas de las paredes grises, y así como surgía, desaparecía por los múltiples agujeros del piso, por el que a veces se podía espiar a la gente que vivía en el nivel inferior. A veces eran varias familias, a veces era gente solitaria que aparecía por pocos días. Cerca de una semana fueron extrañas criaturas con pelo en todo el cuerpo, que se comieron los restos de habitantes anteriores. Nadie hablaba con nadie en el edificio. Había meses enteros en los que salir por las puertas era peligroso y, en definitiva, imposible. Ellos habían podido sobrevivir porque, gracias a algún desconocido, de una de las ventanas colgaba un puente a través del cual se podía acceder a un edificio más bajo, abandonado, por el cual se podía pasar a la calle por una pequeña puerta con pestillo en el interior.
La calle era lo más difícil. Dependiendo de la época del año, se encontraban vacías, o plagadas de lagartijas, o de personas agonizantes que eran echadas al exterior de los refugios por miedo al contagio, en períodos de plaga infecciosa.
Conseguir comida implicaba alejarse cada vez más del cuarto piso del número cuatrocientos noventa y dos de la calle Libertad. Lo que significaba que próximamente iban a tener que buscar nuevo hogar.