Máximo Paz

En una plaza tan chota como la Máximo Paz, pasan un montón de cosas al mismo tiempo, mientras yo estoy sentada en el banquito de siempre. El chabón del tambor sigue siendo estatua, como todos los lunes. Parece que va a escupir la garganta en cualquier momento, de la fuerza que le está poniendo a la llamada. Los que lo vieron me entienden.
El Pancho Crazy deleita a las familias, los sin-casa, los drogadictos con bajón, y los pasantes famélicos con su más que amplia variedad de suculencias. Se escucha la FM 92 al palo, algún tema de Rata Blanca intercalado con Britney Spears. Mientras, los chicos fuman faso y, de vez en cuando, cuando tengo suerte, se olvidan una tuca por ahí.
Enfrente está el hogar de niños. Nara, Santiago, Nahuel. A esta hora ya se bañaron y están viendo la tele, antes de ir a acostarse. Es lo más divertido, la tele. Mejor que los juguetes, pero lo malo es que no se puede elegir el canal, a menos que se lo pidas a María, pero ella siempre deja Disney Channel para los más chiquitos. No vale.
Los del delivery de la pizzería se cagan de frío, sobre todo en la moto, por lo que entran un ratito a calentarse las manos al lado del horno con olorcito a empanada de humita. Muchísimos estudiantes de Bellas Artes, sobre todo parejitas, con y sin bicicleta, pasan por el centro de la plaza, en una u otra dirección, rodeando al chico del tambor, quien les avisa, eufórico, los horrores del futuro.
Yo sigo ahí sentada, por ahí fumando un cigarro, por ahí fumándome un frío tremendo. Los árboles prehistóricos hacen unas sombras tétricas pero simpáticas sobre las veredas, y muchos sectores de oscuridad permiten que algunos se escondan, pero no para que no los vean, sino para que los vean todavía más y mejor. La gente entra y sale de los edificios, mi viejo a un par de cuadras hace un pollo al horno.
Se termina el recreo, y hay que volver al mundo real, y abandonar ese universo falso al que le dicen Máximo Paz.