Falsa alarma sobre Broadway

Presentía que algo andaba mal. Escuché un ruido en el piso de arriba y subí las escaleras corriendo... volando, de hecho. Y me lo encontré ahí tirado, boca arriba, con los ojos abiertos debajo de esos graciosos anteojos.
-¡Laputamadre! Se murió... Se murió Woody Allen.
Mi primera reacción fue el shock por el talento perdido, por supuesto, el fin de la vida de un ser tan talentoso y a quien yo tanto admiraba, pero sobretodo la culpabilidad de que se hubiera muerto justo el día que yo empezaba mi trabajo cuidándolo.
A continuación un pensamiento emergió en mi mente como un pescado muerto saliendo a flote en la pecera. Los periodistas, los paparazzis, las cámaras de fotos encuadrando al cuerpo muerto de uno de los más grandes cómicos del siglo. Sería una pena que los parientes y amigos de Woody se enteraran fríamente por una imagen televisiva o durante la lectura matutina del diario.
Pero, ¿cómo podía hacer para avisarles? Nadie me había dejado ningún número de teléfono o dirección. Ni siquiera un nombre.
Me arrodillé al lado del cuerpo y empecé a revisarle los bolsillos, ¡una libreta! Pero dentro sólo tenía chistes a medio realizar, los cuales, debo confesar, no eran de lo más graciosos. Bajé las escaleras corriendo para buscar la guía telefónica. Debía avisarle a Annie Hall antes de que se enteraran los periodistas.
Cuando estaba profundamente sumida en las páginas de guía telefónica que no contenía ningún apellido que comenzara en H, porque resulta que a pesar de que esa letra es ampliamente utilizada en los Estados Unidos, debido a su carencia de sonido en las hablas latinas no es oficial, y por lo tanto los burócratas telefónicos no permitían su aparición en la guía, resultando así nombres como Ouston en lugar de Houston.
De pronto me di cuenta que bajaban ruidos por la escalera, como de un hombre mayor reviviendo y poniéndose de pie. Efectivamente allí estaba. Falsa alarma.
-¡¿A vos te parece?! -le dije- ¡Morirte así de repente sin haberme dejado ningún número de teléfono para avisar! Ya te sentás en esa silla y me anotás todos los que te sepas... ¡empezando por el de Annie Hall!


Y después me desperté.

El secreto mejor guardado

A quien encuentre esta nota...
Amigo mío, debo informarle que he descubierto algo, algo que puede cambiar la manera de ver nuestra civilización, algo que podría generar tanto revoluciones como indignación masiva.
Lo que ha descubierto su humilde servidor es nada más ni nada menos que el secreto mejor guardado de los estados occidentales e involucra a todos los altos cargos de sus gobiernos... especialmente sus ministerios de educación... y usted ya sabrá por qué.
El método ya es centenario, surgió en Inglaterra al rededor del año 1870, cuando un grupo de educadores de raíz empirista descubrieron, observando a un grupo de estudiantes de medicina residentes de la Universidad de Oxford, cómo mejoraban las condiciones higiénicas y el orden y comportamiento de los mismos en la cercanía a una actividad que involucrara una demostración de desempeño. Así idearon un sistema de examinación regular, cuyo objetivo explícito era, en verdad, una fachada. Lo que verdaderamente se buscaba era ese automático rechazo a la preparación y al estudio, y su consecuente exceso de actividad en otras áreas. Los alumnos, con tal de no sentarse frente a los libros, ordenaban sus habitaciones, limpiaban su ropa y tenían las ideas más creativas (entre las cuales cabe destacar el invento del "cubo rubik", precisamente por el alumno Juan Rubik).
Lo que sigue todos lo sabemos, el método se generalizó, se estandarizó, y hoy es práctica corriente. Según los archivos a los que he logrado acceder por mero actuar del destino, he llegado a saber que un 70% de los avances en tecnología se debe a estudiantes (sobre todo universitarios o de posgrado), intentando evitar lo más posible el estudio. El método es perfecto, el sujeto siente demasiada culpa como para quedarse con las manos vacías sin hacer nada, pero lo suficientemente hastiado como para efectivamente hacer "lo que debería", por lo que se sumerge en ridículas actividades consumidoras de energía que -también según los estudios- sirven por sobre todo en el mantenimiento de la higiene pública, el orden social, y para el incentivo a los avances. Dentro de las actividades realizadas más frecuentemente, se encuentran las producciones pictóricas, escultóricas (sobre todo realizadas con elementos de escritorio, ej: clips) y producción de textos de ficción en soportes como blogs de la web.
Siendo tan grande el secreto que he descubierto, he de comunicártelo, ya que los que lo celan me buscan, y han de encontrarme muy prontamente.
Te deseo suerte, desconocido compañero.
Sé cauto con esta información.

Señor X.

OKAPI

Anoche me visitó un okapi en sueños, pero no era esta tierna criaturita que aparece en la foto. El okapi que soñé, por lo tanto el VERDADERO okapi era ni más ni menos que una suculenta hamburguesa gelatinosa de alternados colores fucsia y blanco. Por supuesto, contaba con una doble hilera de filosos dientes porque era una MÁQUINA-DE-DEVORAR. Y ni hablar, como ya habrán supuesto, de que entre sus magníficas habilidades, estaba la capacidad de transformarse en ciervo, o en tortuga de mar, para distraer a sus presas, e incluso volverse invisible. El okapi flotaba más o menos a un metro y medio de altura, y volaba considerablemente rápido. Aún así no nos alcanzó cuando corrimos por todos los techos de la cuadra hasta llegar al JARDÍN-DE-INFANTES-EN-LA-TERRAZA, donde la Seño Vicky y la Seño Cristina nos ayudaron a escondernos según el "Manual de Emergencias y Ataques de Osos y Otras Criaturas Aviolentadas" (cuando el señor del Ministerio de Seguridad tuvo que escribir el manual, haciendo caso de las múltiples cartas de la Asociación de Defensa de los Animales, decidió escribir "aviolentadas" en lugar de "violentas" por que se considera pedante y una violación a los derechos del animal el encasillar la personalidad de las bestias sanguinolentas de esa manera).

La duda que me queda es si el okapi se volvió invisible para comernos a nosotros, o a algún pibe desafortunado que hacía sólo minutos disfrutaba de la "hoda dela medienda" con sus compañeritos. Quizá simplemente se fue a hacer las suyas a otro lado. Habría que agarrar a mi inconsciente y cagarlo a trompadas hasta que confiese.






Me duele la muela de juicio
En mi encía hay una cueva
La carne se corta y me hiere
una muela justiciera

Siempre hay una aguja para un descosido



Cuatro paredes blancas. No era mucho, pero era lo que podían pagar con lo que ganaban un carpintero y una costurera. Parece una combinación de otro siglo. Ahora los jóvenes se dedican a la administración, las humanísticas, la informática, pero ellos no. A ella le enseñó a coser su abuela Lucy, con una Singer de esas a pedal. Pero no un pedal con cable y electricidad como los de ahora. Estoy hablando del pedal que te hacía sacar más músculo en las pantorrillas que una jugadora de hockey.
Él tenía un taller con su viejo en la esquina. Las máquinas, las latas de barniz, todo llenaba el ambiente de ese aroma tan especial. Y, de repente, se encontraron con cuatro paredes vacías. “Casa”, le tenían que empezar a decir a ese lugar, ese lugar tan blanco, tan distinto a todos los ambientes y espacios que habían estado llenando con su trabajo desde tan chiquitos. No tenían ni un mueble, ni una cortina, ni repasadores, ni sillas ni escritorios. Y, así como llegaron, se pusieron a medir, a calcular, a cortar, a pegar, cada uno en su materia. Él hizo las sillas, ella las tapizó. Ella hizo las cortinas, él hizo la barra para colgarlas, y la amuró en la pared. Los sillones nuevos de madera blanca de pino se cubrieron con almohadones del mismo color.
-Acá haría falta un revistero.
-Yo lo hago, con las maderitas que me sobraron. ¿Apoya-vasos?
-Dejámelo a mí".
Lo que no se hacía con madera, se resolvía con tela. O los materiales se complementaban unos con otros, generando un espacio tan blanco y medido, que hacía que la luz rebotara en cada aprovechado rincón, haciendo que pareciera de día las veinticuatro horas. Manteles blancos en la mesa blanca. Sábanas blancas en la cama blanca. Todo encajaba perfecto. Nada de medidas comerciales, patrones ni estándares. El centímetro y la cinta métrica eran la regla. A veces, entraban en desacuerdos, como el día en el que decidieron hacer un ajedrez. Terminaron concordando que ella haría el tablero y él las piezas; o hermosos encuentros como cuando él le armó una cajita de pino para sus carretes, agujas y alfileres, y ella le cosió un cinturón para colgar las herramientas.


El día que se les complicó fue cuando quisieron hacer un calefón en vez de comprarse uno. Trágico final.

La diferencia entre el gol y el golazo


Ok, vamos a hacer una pequeña definición.

Hay un deporte detrás del fútbol, hay toda una serie de reglas y convenciones que, si bien, no están escritas, valen y son conocidas incluso más que aquellas que forman parte del reglamento. Distintos términos innegablemente universales las materializan: un "pechofrío" o "muerto", uno que sin duda "se tiró", etc. No voy a seguir porque ahí se acaba mi lista de ideas.

Lo que vamos a analizar hoy es el concepto indiscutible del "Golazo".

Yo era chica cuando le pregunté a mi abuelo por qué había dicho que ese gol era un "golazo" y él no me dio otra explicación que "...Porque mirá la repetición. No fue un gol, fue un golazo". A partir de ese momento, la diferencia fue indiscutible para mí. Los jugadores de basquet meten un doble, un triple. Lo mismo que no es lo mismo que un futbolista meta un gol que un Golazo.

El término, por otro lado, es universal. Nadie dice que fue un "re-gol", un "súper-gol" o un "gol muy bueno". Un golazo es un golazo, no hay con qué darle.

Además, si a cien personas les ponemos adelante distintas repeticiones de goles a través de la historia, estoy seguramente que la noción de "golazo" va a coincidir en un 99 % de los casos.

¿Qué conlleva meter un golazo? Puede ser que no sume puntos, pero sin duda suma respeto. Y el autor (o el que lo "convierte", término que jamás tendrá explicación para mí, ¿lo convierte en qué?) va a dar cada pisada sobre el césped ese día, sabiendo que hizo un golazo, y que no es lo mismo que nada.


Veo veo, ¿qué ves? ¡Casualidad!




“¡Dame mi Fanta!”, gritó Rosca cuando empecé a subirme al micro. Abrí la bolsa de las compras y se la tiré por entremedio de la multitud que me arrastraba a la máquina de las monedas. Los cierres abriéndose de los monederos, o botones en algunos casos; las miradas superadas de aquellos con tarjetas; y una nena haciéndose la canchera pidiendo un escolar y refregándole a todo el mundo cómo sólo metía una monedita para su boleto. Había un asiento vacío, ¡vamos todavía! Si alguna vieja moribunda, o una embarazada, o una mami con bebé se me llega a parar al lado para que le dé el asiento, sea quien sea, la tiro del micro en movimiento antes de que pueda decir "pisingallo".
Me tocó mi asiento favorito: el del fondo, al lado de la puerta. Desde ahí podés ver a todos. El pelado que la mira a la flaca. Un pendejo que se la quiere apoyar a su amiga en cada loma de burro. Y una rubia careta que se hace la dormida cada vez que alguien le pasa por al lado, pero yo la veo abrir los ojos. No sabés lo boluda que parecés en este momento.
Al lado de la máquina de monedas, allá adelante, un chico con unas cejas tan grandes que se le unen en el medio de la cara como un toldo de peluche. Yo lo conozco. Es el primo de la Rosca. Yo me acuerdo que vive en Tolosa (para donde está yendo este micro), así que tendría sentido que fuera él, yendo para su casa. Es más, es raro que nunca antes lo haya visto. ¿Qué? ¿No se toma micros? ¿Se le rompió el auto? ¿Salió más tarde de clase? ¿Por qué nunca lo vi acá si me tomo este micro quichicientas veces por día todos los días? Debería ir a preguntarle qué carajo hace acá, acaparando lugar en el transporte público de repente ahora cuando se le da la gana, ¿por qué no antes?
Para el micro y sube otro cejudo, esa ceja es imposible no reconocerla. Esperá, algo está mal. El otro primo de la Rosca está subiendo al mismo micro. ¡Esto es una falta de respeto! Nunca jamás había visto a ninguno de los dos y ahora se les ocurre subir al mismo tiempo al mismo micro donde estoy yo. Que alguien me explique cómo funciona esto.
Pero pará. No se saludaron, por ahí alguno de ellos no es primo de la Rosca y me estoy confundiendo. Por ahí ninguno de los dos es primo de la Rosca. Por ahí, de hecho, la Rosca no tiene primos. Pero, ¿puede ser? ¿Puede ser que efectivamente sean hermanos, en el mismo micro, yendo para el mismo lugar, y no se hayan saludado? Evidentemente no se vieron.
El mayor, el que acaba de entrar, sigue sacando monedas y poniéndolas en la máquina. El menor está a menos de un metro de él, pero mirando para el otro lado. Cuando el primero se mueve, una chica se interpone entre los dos, obstruyendo las miradas. Encima los dos tienen unos lentes que indican que deben estar, como mínimo, ciegos como un topo mutilado. ¿No se huelen? ¿No se sienten? ¿No se perciben de alguna forma extraña como las hormigas, con feromonas o algo así? El menor se endereza, podría verlo al otro si no fuera porque... una vieja se paró, volvió a estorbar.
Y lo más gracioso es que ninguno de ellos sabe que yo estoy ahí, que ellos son hermanos y no se ven. Soy una pitonisa, el oráculo que sabía lo que ellos se van a dar cuenta más tarde. Soy Dios Omnisciente, oculta desde mi caperuza gris y puedo verlo todo y a todos desde el último asiento del micro.
Se acaba el juego. Tengo que bajar. Todo el mundo parece querer descender en la misma parada que yo, pero me abro paso con mi espada láser y logro ser yo la que toca la chicharra (¡Peeeee!). Cuando pongo el último pie en el escalón escucho atrás mío:
-¡Ey! ¿Cómo estás? ¿Cuándo subiste?
-Ahí en Plaza Italia, ¿vos? No te vi.
-No, yo tampoco te vi...

Y ellos nunca sabrán que yo lo supe todo el tiempo.

Dame todas tus monedas


No voy a mentir, estábamos en un estado bastante irreal. Las intoxicaciones primarias habían pasado y ahora sólo quedaban las irremediables ganas de jugar juegos de cartas. La explicación es que las cartas estaban en la cajita de madera, en donde nadie, pero nadie se podía imaginar que había cartas. “Es claramente una caja de sahumerios” dijo Paco cuando lo reté a adivinar qué había adentro. Cuando descubrió el verdadero contenido tuve que inventar, con las pocas velocidades de las que podía hacer uso, un juego que, al parecer, mucho sentido no tenía.
-Cada uno intenta adivinar quién va a sacar la carta más alta. Hacemos apuestas iniciales, y a medida que vamos sacando cada uno una carta vamos haciendo más apuestas.
Después de jugar veinte minutos todavía no estábamos muy seguros si el que ganaba era el que sacaba la carta más alta, el que había adivinado quién la sacaba, o el que quedaba cuando los otros se habían bajado de las apuestas. Como resolver ese conflicto implicaba duelos a muerte y alguna que otra lucha en el lodo[1], nos pusimos a jugar al póker.
Jugamos durante horas y horas, o por ahí durante cinco minutos, nadie sabe. Cuando íbamos por la enésima mano, las tensiones se habían afilado, nos mirábamos paranoicos tratando de leer los gestos ajenos, o los propios, e incluso tratando de darnos cuenta si lo que había en las cartas era un trébol, un corazón o un melocotón.
Rosco empezó a sudar, las tres cartas de sus manos resbalaban y se doblaban en su contorsionado aprisionamiento. Nos miraba sin pestañar, oculto detrás de ese abanico improvisado.
Sin aviso, puso todas sus monedas en el centro de la mesa y gritó:
-¡Yo apuesto a que Paco saca la carta más alta!
-Pero Rosco, ¿vos te diste cuenta que dejamos de jugar a eso hace media hora, y ahora estamos jugando al póker?
Asustado y sin asumir la derrota, se abalanzó sobre el pozo (unos tres pesos en total en moneditas de diez, quince y veinticinco) y salió corriendo por la escalera. Nunca más volvimos a saber de él.




[1] No precisamente con mujeres hermosas.

El Camión Floreado



-Es la lógica -me decía-, no importa lo que pienses, ¡es la lógica!

Claro, él no sabe que yo me dedico más que nada a las ilogías, y no tanto a la lógica, pero tampoco quiero desilusionarlo. Quizá debería hacerme una tarjeta de presentación: "Sir Henry McPotus, ilógico". No, mejor "violador de lógicas", tiene más estilo. Es verdad eso de que los taxistas tienen una filosofía un tanto cabeza, como este que decía que era "la lógica" que el hombre mantuviera a la mujer, y que por eso su hijo tenía que estudiar derecho, y no teatro. Yo quise contradecirlo, hasta que me di cuenta que mi novio iba a tener que bajar a pagarme el taxi, pequeñas casualidades de la vida.

-Y, claro que él tiene que venir a pagarte el taxi, porque el hombre tiene que mantener a la mujer.

Había una vez, me encontré con el mejor taxista de todo el universo. Tan indignado porque los camioneros ganaran más que los médicos, que sostenía que todo el mundo, si quería vivir bien, tenía que aprender a manejar camiones.

-¿Vos qué estudiás? -me dijo.
-Mmm... historia del arte.
-Bueno, ahí tenés, te vas a cagar de hambre toda la vida.
-No, claro que no, voy a poner una panchería con mis colegas.
-No, vos lo que tenés que hacer es aprender a manejar un camión. ¿Qué estudiás? Arte... entonces le pintás toas flores de colores por afuera y enseñás arte mientras manejás el camión. Imponés una nueva moda, "el camión floreado".
-Es una buena idea, de hecho... ¿la patente está pendiente o...?
-Además, hay otra cosa, ¿vos sos mujer?

¿Es una pregunta o una aclaración? Creo que hoy se nota particularmente que soy una mujer.

-Vos como mujer, vas a tener un hombre que te mantenga. Por eso a mi hijo, que quería estudiar teatro, le dije "Si querés estudiar teatro, agarrás tus cosas, te vas de la casa, te conseguís un trabajo, y estudiás teatro. Te vas a cagar de hambre, ¡acostumbrate! Es la vida que vas a tener". Ahora estudia derecho, le va bien. Así, algún día va a poder mantener a su mujer, a una chica como vos, para que ella pueda hacer arte mientas él trabaja.

¡¿Qué carajo?!
...

El Rey del Caos




“Para él, escribir es una cuestión de poder: maneja el tiempo y el espacio a su antojo, nunca le faltan prostitutas ni drogas pesadas. Dentro de los cuentos es un dios”
McPotus.


Conocemos la tendencia psicodélica que tienen los martes a la noche. Claro, como nadie sale en esta ciudad asquerosa, el universo se toma sus licencias y los colores empiezan a tomar formas extravagantes y a formar figuras extrañas en el cielo. O por ahí es que se modifican nuestras retinas, o se libera alguna sustancia alucinógena que nos hace flashear lo que ya dijimos. Total, no se rompe el orden del universo, porque no hay nadie en la calle, de forma que nadie se da cuenta.
Nosotros dos, sin embargo, estábamos ahí en uno de los dos bares abiertos, extasiados por la charla filosófica que, sin querer (porque no podría ser de otra forma), había surgido entre ella y yo. Hay algo que tiene la gente de ojos claros que me llama la atención, que es que te miran como si no supieran que los tuvieran. Te encandilan indiferentemente fingiendo que no tienen nada especial, cuando en realidad deberían tenerlos un poquitos más cerrados, por precaución y respeto, y para no levantar tanta envidia.
Ella tenía esos ojos abiertos de par en par como los pone cuando se emociona por algo, y me explicaba con ganas sobre su teoría del caos, pero tuve que dejar de escuchar porque no podía parar de pensar en la tragedia que se aproximaba.
-En definitiva, acepto el caos como estructura del universo, porque si no la vida sería demasiado monótona… me aburriría mucho, la verdad.
Tuve que interrumpirla. Detrás suyo las luces del cartel del bar se elevaban y se trenzaban entre las nubes como el pensamiento más retorcido de alguna especie de roedor africano.
-¿Sabés en qué no puedo parar de pensar?
-No, ¿qué pasa?
-Vos estás muy tranquila, explicándome tu teoría del mundo caótico, con la cervecita… todo bien, todo bien, digamos. Pero… pero no puedo ignorarlo. Dentro de una hora y dieciséis minutos el muy hijodeputa de tu gato va a mearme la campera.
-Ehm… sí, claro, cuando lleguemos a mi casa. Pero, si lo mirás desde cierto punto de vista, no sé por qué te preocupa tanto si no podés hacer nada para evitarlo. Deberías concentrarte en escribir la situación de esta charla, y por ahí detallar todas las cosas copadas que están pasando en el cielo con las luces de la ciudad. Más adelante vas a llegar a la historia del gato.
-Sí, Pichón, pero… ¡es un forro! Va a mearme toda la campera, sin motivo ni razón, es un forro.
De repente una de las luces que daban vuelta, una particularmente ultravioleta pasaba por arriba de su cabeza y tomó forma de lamparita mientras sus ojos (sí, encima abrió todavía más los ojos, como para dejarme ciego) se abrían de par en par con la epifanía que acababa de tener.
Es el caos! Es justamente de lo que estábamos hablando. No podés hacer nada para evitarlo porque el hecho de que el gato vaya a mearte la campera es puro caos. ¿Por qué no lo aceptás? Te veo distraído, ¿qué estás haciendo?
-Ah, ¿ahora? Es que estoy en clase de Fundamentos de la Educación, escribiendo esta charla de anoche.
-En realidad esta charla no existió, si te das cuenta, estás forzando a mi personaje de la charla de anoche a responder a tus preguntas posteriores, como lo del gato que todavía no pasó. Incluso ahora estoy dudando que lo de las luces de colores en el cielo sea verdad.

-Bueno, sí, claro. Es que me gusta jugar a ser Dios, o mis últimas neuronas están haciendo una sinapsis un tanto psicodélica.
-Un poco de ambas, seguramente –dijo- pero, ¿entendés lo que te digo del caos? Por ejemplo, ahí se acerca el chico del bastón, que viene a vendernos el libro.
-Ah, entonces vos también sabés lo que va a pasar.
-No te hagas el idiota. Decía que el chico justo se acerca cuando estamos hablando sobre escribir libros, y viene a mostrarnos el suyo. Eso sería orden, pero el hecho de que haya orden dentro del caos, hace que sea más caótico, porque si el caos siempre fuera caos, sería demasiado ordenado.
-Ahí viene Javier…
El chico de los libros, Javier, se ayudaba con el bastón para caminar… tenía algún problema en la pierna izquierda. Pero también lo usaba para espantar las nubecitas fluorescentes que se acercaban a molestarlo y a burlarse de su caminata.
-Hola, chicos, les comento que yo soy el autor de esto libro, me llamo Javier…

-Sí, sí, ya sabemos –le dije-. Ahora, tengo una pregunta para vos. ¿Pensás que el hecho de que hayas aparecido justo cuando hablábamos de vos es orden, o es caos?
-Eh… yo de orden y caos no sé… mi libro trata de la vida y la muerte.
-Sin duda, lamentablemente.
-Esto me recuerda un poco a Pirandello –dijo Pichón.
-A mí un poquito a Lynch. Al final no tengo nada propio, soy plagio de plagio.
-Y bueno, si plagiás bien, no hay problema. No podés pretender ser original en el siglo veintiuno, ¿o sí? A quién le importa, después de todo.
-¿Ya me puedo ir? ¿Me van a comprar el libro, o…?
-No, la verdad que no sé por qué seguís acá, deberías estar tratando de venderle a la parejita de esa mesa.
Javier se fue a donde le dijimos, pero las lucecitas que ahora le daban vueltas alrededor lo tiraron al piso, y quedó como una tortuga intentando levantarse sin éxito. No importó mucho, porque en unos segundos se evaporó.

-Lo único que puedo concluir de todo esto es que no me importa el orden ni el caos, pero siento un profundo odio hacia el meón de tu gato.
-Sabés que todo va a salir bien.
-¿Y vos cómo sabés? Al final, ¿yo te escribo a vos, o vos a mí? Estoy confundido.
Ya no pude verla más porque las luces bajaron de repente en una niebla espesa de color indefinible, pero en el medio de todo eso podía ver sus ojos brillando y escuchar que me gritaba:
-No importa, ¡es caos!

Aquellos lindos días


Recuerdo hace un par de años la gripe porcina. ¿Cómo le decían? El Virus H1n1. No me acordé, lo busqué en Google. No fue jodido lo de la gripe hasta que los infectados empezaron a transformarse en zombies. Buen momento elegí para mudarme con la francesa. Le recomendé que tapiáramos las ventanas para evitar a los muertos vivientes, pero resulta que ella quería lucir sus cortinitas nuevas. Las francesas son así…
Por suerte mi abuelo, que es tan fanático del orden y la limpieza, me regaló un pinche para juntar las hojas caídas de los árboles. Claro, todavía era otoño. Salíamos todas las mañanas, cuando pasaba a visitarme. Cada uno tenía su pinche. Eran palos de madera con un clavo en la punta. Él usaba el suyo para levantar hojas, las cuales iba metiendo en una bolsita que llevaba. Yo usaba el mío para matar a los zombies golpeándolos en la cara cuando se acercaban corriendo, y para hacerlos mierda contra la vereda hasta que no pudieran moverse.
Antes de ir a almorzar, poníamos todas las hojitas y los cadáveres juntitos en una pilita, y prendíamos fuego todo… añoro aquellos otoños dorados.